El conflicto minero vuelve a estallar en La Libertad, y esta vez no se trata de simples reclamos aislados, sino del grito desesperado de miles de familias que llevan años sobreviviendo en un sistema que los persigue, los margina y los obliga a trabajar siempre con el miedo detrás.
Desde esta semana, la vía Trujillo–Otuzco está completamente bloqueada. Volquetes, camiones y decenas de mineros artesanales mantienen cerrados los accesos, hartos de promesas que nunca se cumplen y de un Congreso que juega con su futuro como si fuera un trámite más.
La ampliación del Reinfo hasta 2027, tan anunciada y celebrada, ni siquiera es ley. Y lo peor es que no soluciona absolutamente nada. Los mineros lo saben, por eso protestan. Porque una prórroga sin reforma es lo mismo que seguir pateando el problema por años.
Porque mientras el Estado se demora, ellos siguen sin derechos, sin respaldo, sin acceso a créditos, sin seguridad jurídica y con la amenaza constante de operativos, decomisos y criminalización.
La Libertad, región minera por excelencia, vuelve a ser testigo del abandono de un Estado que pide calma y que promete avanzar, pero que no ofrece una salida real. La protesta, dicen los dirigentes, será indefinida. Y no es un capricho, es la reacción de quienes ya no pueden esperar más.
La verdad es que la pequeña minería y la minería artesanal cargan sobre sus hombros gran parte de la economía regional, pero siguen siendo tratadas como delincuentes. Si realmente se quiere paz social, desarrollo y formalización, se necesita una reforma minera integral, seria y técnica, no parches que se vencen cada dos o tres años.
La Libertad merece un Estado que escuche, que ordene el sistema y que entienda que detrás de cada minero hay una familia que solo quiere trabajar sin miedo.
Hasta que eso no ocurra, los bloqueos no serán un problema de tránsito, sino un recordatorio de un país que sigue aplazando la solución y condenando a su propia gente a vivir en la informalidad eterna.